miércoles, 15 de agosto de 2007

Un Paseo literario por Santo Domingo.


1

Tinianov, formalista ruso, define a la literatura como una construcción lingüística dinámica. La palabra dinámica significa aquí que el texto literario no es aislado, estático, sino parte de una tradición y de un proceso creativo. En literatura, la materia y los escenarios antes que formamos deben ser deformados, y nuestra ciudad es eso: un fenómeno de deformación, por lo que es perfectamente utilizable como argamasa para levantar las construcciones ficticias. Una ciudad como Santo Domingo es factor de composición de primer orden.

Quinientos años después de su fundación, Santo Domingo es una ciudad que rinde homenaje al contraste. Es una aldea cosmopolita. Es un caos organizado. El impacto del cambio de una economía agropecuaria a una economía de servicios ha sido demoledor para la ciudad. En literatura se habla de escritores de la diáspora; en el caso de las grandes avalanchas de habitantes venidos de los pueblos del interior hacia la capital, éstos han provocado una economía de la diáspora sustentada en el motoconchismo y en otras vertientes del chiriperismo. Y por supuesto que estas migraciones han contribuido de manera decisiva para que Santo Domingo sea lo que es.

A pesar de que podría llenarse un anaquel con volúmenes escritos acerca de las principales características de la ciudad, no es nuestra intención destacar las virtudes y diabluras de este amasijo de suntuosas mansiones, hoteles cinco estrellas, hermosísimos condominios y casuchas miserables. Nos limitaremos a dar un paseo por aquellos lugares de Santo Domingo que convierten a la ciudad en escenarios fundacionales sobre los cuales cualquier tejedor de ficciones podría erigir sus castillos.
Santo Domingo es una excelente materia prima para poetas, novelistas, cuentistas y ensayistas. El mar que nos habita, privilegio que pocos disfrutan sobre el planeta, está frente a nuestros ojos. El mar es asombro, por lo tanto es poesía. Están su historia y su primacía. Y están todos aquellos espacios, deslumbrantes que, a fuerza de observarlos con los ojos de la cotidianidad, a veces no nos dicen nada. Sin embargo, para un creador atento, nuestra ciudad es una fuente que no se agota, una apreciada herramienta de trabajo.

Iniciemos el recorrido.

Cuando nace la aurora, el sol irrumpe por el Este con su altanera brillantez. Concomitantemente, los pescadores arrean sus yolas hacia las entrañas del mar. Sus manos, plagadas de callos y hendiduras, arrojan el chinchorro con la inequívoca certeza de que caerán los chillos, carites, mero, y colirrubia. Las yolas se mecen mansamente sobre el extenso valle del Caribe. Pensamos en El Viejo y el Mar, de Hemingway. Los primeros ejercitantes trotan sudorosos a lo largo del paseo. La ciudad se ha levantado. La brisa cargada de salitre y humores marinos revitaliza los pulmones de los transeúntes. Un vagabundo y un borracho duermen sobre los escombros de la noche y la parranda. El sol levita sobre el mar. Los automóviles han invalidado el malecón. Entonces, las límpidas emanaciones del Caribe se enturbian con el monóxido de carbono que, como heraldo de la muerte, expulsan los autos a través de sus sistemas de escape.

La mañana crece. Pronto será adulta. Los turistas abandonan sus lechos de ensoñaciones, toman sus breakfast, cruzan la avenida y caminan sobre su felicidad. No hay ser humano más feliz que un turista. Para mirar el sol es preciso levantar los ojos. A esa hora, algo impresionante acontece: los rayos solares han convertido al Caribe en un infinito espejo de plata, cabrilleante, bullente. El poeta, que bajo la sombra de un almendro contempla extático el panorama, está aturdido.

Las horas se esfuman. El día agoniza. Ha nacido el crepúsculo. De nuevo nace el asombro. El sol, moribundo, ha incendiado el Oeste, allá en las alturas celestiales.

El reloj marca las cinco en punto. Una gigantesca catarata parece verter su contenido sobre la intercepción. El pregón de del wikiwikero estalla por encima de la algazara. Wiki wiki, el único que tiñe y no daña. Venga, doña, llévese el suyo y convierta ese trapo viejo en una prenda nuevecita. Otra voz rasga el barullo y anuncia: aproveche la oferta de la hora. Dos chinas por tres pesos y las agrias sí se pagan porque esto es una ganga. El relojero intenta convencer con sus argumentos. Un reloj marca Saiko, primo hermano del Seiko, por sólo catorce pesos, con pulsa de leder genuina. Quien pide más es un gandío. El vendedor de Trespasitos asegura que el ratón que sobrevive a la ingestión de su producto tiene el alma inmortal. Y a seguidas anuncia que si después de ingerirlo el animal da más de tres pasitos, le devolverá el dinero al comprador.

El gentío no disminuye; al contrario, aumenta. Nadie sabe de dónde brota la marejada humana. La inconfundible voz de la haitiana ofrece su maní tostado. Los vendedores engarzan a los clientes y los arrastran al interior de las tiendas. Una muchacha discute airadamente el precio de un polvo con un cliente de paso. La negra oferta su longaniza y su tocino y un enjambre de moscas zumbonas asedia a su mercancía. Los bocinazos de las guaguas y los carros del concho son ensordecedores. Un hombre grita angustiado: coño, sargento, venga que me sacaron la cartera. Estamos en la Duarte con París, en donde ningún acontecimiento, por insólito que parezca, no es más que episodio trivial, irrelevante. La sombra de Camilo José Cela y su colmena rondan por el entorno. La canción que Braulio compusiera en honor a las putas de la Duarte con París se escucha entrecruzada con el merengue house de Sandy y Papo y las bachatas de Raulín Rodríguez y Teodoro Reyes. El poeta y el narrador no saben qué hacer con esa Babel. Pero coligen que algo grandioso podrían armar partiendo de aquella infernal esquina.



2
Boca Chica y otros rumbos

Aunque está fuera del área urbana de la ciudad, Boca Chica es uno de los lugares más literarios de Santo Domingo. Un pueblo forja su cultura a fuerza de tradiciones y éstas forman parte esencial en las letras de una sociedad determinada. Boca Chica es parte vital en la historia familiar y personal de la inmensa mayoría de los habitantes de la ciudad. Quien no haya organizado o participado en un pasadía de espaguetis con pan junto a sus amigos y familiares no podrá decir que es un auténtico capitaleño.

La abigarrada concurrencia que consuetudinariamente asalta este balneario conforma un verdadero Arco Iris. Un domingo en Boca Chica es un poema de versos inrecitables; es una novela amorosa, culinaria y de proxenetismo. Allí, las blancas airean sus pechos en busca del bronceado que tanto las deslumbra; las negras lugareñas mercadean su carne por unos pesos, convirtiéndose en exquisito bocado para aventureros norteamericanos, europeos y canadienses. Los saltinbanquis alquilan su cuerpo y su kilométrico falo a ninfómanas desahuciadas que, atraídas por la promoción que vende a nuestro país como zona franca del sexo, o como la Sodoma del Caribe, se trasladan desde ignotos territorios para ver satisfechos sus imposibles deseos. Muchos de estos gigolós bocachiquenses terminan siendo señorotes con pasaporte azul y de la comunidad europea. Los pederastas también viven en el lugar historias de amor con las que jamás soñaron. Placer es el primer rubro en la producción de Boca Chica. También de exportación.

En un lugar llamado La Matica, muchas doncellas perdieron su capital y otras tantas jugaron el juego del amor a escondidas de sus maridos. La Matica es un lugar que evoca los buenos años perdidos de una buena parte de los habitantes de la ciudad.

Bajo el influjo de los reverberantes domingos de Boca Chica, las clases sociales se anulan. En el lugar, los descamisados de Los Mina, Guachupita, Gualey y Los Alcarrizos se codean sin resquemores, comparten el mismo espacio, con las clases altas y medias de la sociedad capitalina. Al final de la jornada en Boca Chica es obligatorio hacer una pausa en una de las fritangas ubicadas en las afueras de la playa. Un pescado frito con yaniqueque, cierra untuosamente la tarde.

Si el malecón y el Mar Caribe pueden considerarse como la savia de un personaje llamado Santo Domingo, y la Duarte con París es el cerebro trastornado del mismo personaje, y Boca Chica es su libido desvergonzada, la calle El Conde y la zona colonial vendrían a ser su corazón romántico y nostálgico. El Conde es la calle más famosa y pintoresca de la ciudad. Sin embargo, la otrora vitrina de la ciudad está siendo desplazada de forma violenta por las plazas. Y nunca una terminología ha sido tan precisa como desplazar para explicar este fenómeno postmodernista. Las clases altas y medias que antes ejercitaban este fenómeno consumista en esa vía han emigrado casi por entero hacia Plaza Central, Unicentro Plaza, Diamond plaza, Multicentro Churchill etc. De ahora en adelante no se podrá hablar de “condear” sino de “placear”. El fenómeno de los shopping centers, importado from USA, ha provocado un febricitante frenesí –aquí es válida la aliteración- en nuestro Santo Domingo. El Conde, aunque sigue siendo un almácigo trascendente para los creadores, se ha dejado robar la supremacía de las tantas plazas que como plaga se multiplican por doquier.
Esta calle ha sido escenario en cual muchos poetas se han situado para cantar sus amores, desamores, revoluciones y otras utopías. Por su espacio circulan las ráfagas heladas del viento frío de René del Risco. Las cenizas de Pedro Vergés todavía están esparcidas sobre sus vetustos adoquines. Las excentricidades de Pedro Peix en su fantasma de la calle El Conde atestiguan el protagonismo de esta arteria en el sistema circulatorio de un ente llamado Santo Domingo.
Recorrer El Conde a pie es un lujo. Sus tardes están llenas de poetas, políticos, mendigantes, aventureros y buscavidas y muchachas con el ombligo al aire. Y al término del recorrido, nos adentramos en el corazón de la zona colonial. En estos espacios la historia no se recuerda, se respira. La zona colonial es una joven dama que ha hecho un pacto con el diablo para no perecer. Su encanto seduce. La cafetera El Conde, sin necesidad de rebuscar, es un lugar privilegiado, pues en sus sillas han puesto sus asentaderas las más egregias personalidades del mundo literario, intelectual y artístico y también los más excelsos pedigüeños del mundillo. Un mozo de apellido Abréu, con más de treinta años en el lugar, ha sido utilizado como protagonista en cuentos y obras pictóricas. Frente a la cafetera, el parque que honra la controversial memoria del almirante Colón, con sus umbríos y espectaculares árboles, es un punto que provoca un auténtico deleite en las almas de los amantes de las cosas sublimes. Dentro de esta zona la Plaza España y su entorno merecen una meticulosa observación. Desde las viejas murallas levantadas para proteger la ciudad es preciso observar el panorama nocturno que se muestra ante nuestros ojos. Desde allí, ver la luna salir por encima de Molinos Dominicanos es uno de los espectáculos más lujuriosos y sobrecogedores que vistas humanas puedan ver. Desde el mismo rincón, en medio de la oscuridad de una noche cualquiera, nos deslumbran los blanquecinos rayos del Faro a Colón, que, como una brillante ironía, baña las penumbras de Santo Domingo. Antes de partir de la Plaza España es de rigor romper la telaraña de los años y penetrar en las estancias del Alcázar de Colón. Sin mucho esfuerzo, percibiremos la avasallante presencia de los conquistadores imponiendo sus designios a fuerza de espada; de igual forma, tropezaremos con las almas errabundas de los indios, que esperan que alguien, no importa el tiempo que transcurra, los reivindique. En los bares al aire libre de la calle La Atarazana, los incansables miembros de la bohemia duermen sus insomnios y los españoles hacen que unas mulatas dominicanas zapateen sobre sus sueños de bailarinas de gran cabaret. En el mismo lugar, los españoles comen jamones y otras tapas, beben vino y se hacen creer a sí mismos que están en la Madre Patria.


3


Miremos por el mirador

A medida que los hombres discurren –ya que el tiempo no pasa porque no existe- los lugares de una ciudad van cambiando, sustituyéndose, reemplazándose. En nuestra ciudad de hoy existe un lugar que de pronto se ha convertido en un espacio para que lo habite la fascinación. Hablo del Mirador. El Mirador es hoy día el gran escaparate de la nación. Si El Conde fue en un tiempo la vitrina favorita en la cual se exhibían los mejores esqueletos femeninos, el Mirador es una auténtica feria. Los más esplendorosos traseros dominicanos se muestran en cada atardecer en el lugar. Cada tarde, su pavimento se transforma en negra pasarela sobre la que se muestra un colorido desfile de trajes deportivos. El Mirador es un espacio dentro de la ciudad de Santo Domingo en el cual se podría pintar un fiel retrato de nuestra sociedad. Allí, el jugo de caña ha sido sustituido por el Snaple y el Gatorade. Los últimos modelos de patines y bicicletas circulan como en el mismo corazón del Central Park de New York. Los políticos de moda y los caídos en desgracia se cuentan sus cuitas secretas. Los artistas y faranduleros desfasados circulan por el lugar con sus aires de mega estrella. Las mujeres de cuerpo a lo Cindy Crawford provocan la envidia de las ballenitas humanas. El Mirador es un pulmón y es un corazón, un corazón vibrante de un ser llamado Santo Domingo.
Caminar, trotar, montar bicicleta, mirar redondos y bellos traseros, botar el estrés, conversar, en fin, vivir es lo que hace a diario en el Mirador.

Otros escenarios de nuestra ciudad no deben pasar indiferentes ante los ojos del escritor. Villa Mella, nuestro paraíso del colesterol; La Victoria, en cuyo corazón está anclado uno de los rincones más abrasantes del infierno, son apéndices vitales dentro del cuerpo de Santo Domingo. De igual manera, Motel City o Ciudad Felicidad, o Ciudad de las Luces en el camino hacia San Isidro y en la autopista Treinta de mayo, ofrecen sus confortables recodos para que los hombres y mujeres entreguen sus cuerpos al amor. Muchos de nosotros hemos cometido uno de nuestros mejores pecados en Ciudad Felicidad.

Al principio dije que Santo Domingo es una ciudad que rinde homenaje al contraste. Nada más cierto. Para soportar esta aseveración algunos casos bastarán. Quien haya circulado por la avenida Winston Chruchill notará que la modernidad tiene su nido en esa vía. Para una ciudad o país ser modernos tienen que semejarse, necesariamente, a Estados Unidos, paradigma de modernidad. Lo que anteriormente era privilegio de una clase que podía darse el lujo de viajar a Miami o New York hoy está a la mano de todos los dominicanos. Las fast-foods de la Churchill nos presentan como una gran ciudad. Burger King, Taco Bell, Pizza Hut, Basking Robbin, Yugen Fruz, Domino’s Pizza, Wendy’s, McDonalds y Kentucky Fried Chicken llenan de placer los ojos del consumo.

Sin embargo, en ese mismo trayecto en que se encuentran todos esos símbolos del modernismo no aparece un semáforo ni para hacer un exorcismo. Los entaponamientos en los cruces de la Churchill, por falta del artefacto, ponen al desnudo nuestras múltiples caras y nuestras pretensiones de gran urbe. En pocos lugares del mundo usted verá escenas como éstas: una yipeta Lexus del año penetra al drive thru de Burger King. Mientras aguarda su hamburguesa con bacon and cheese habla por su teléfono celular y su mujer teclea un ordenador portátil conectado a la Internet. En es mismo instante, frente al estacionamiento el lugar, un caballo que arrastra una carreta cargada de naranjas defeca en medio del pavimento. Más adelante, en uno de los escasos semáforos de la avenida, un Mercedes Benz 560 se coloca paralelo a un motoconcho con tres pasajeros.

En su obra de ensayos sobre novelas famosas La Verdad de las Mentiras, Mario Vargas Llosa (Seix Barral, 1992, Barcelona, España, pág. 41), refiriéndose a Manhattan Transfer, novela de John Dos Passos, afirma lo siguiente: “El protagonista de Manhattan Transfer es Nueva York, ciudad que aparece en sus páginas como un hormiguero cruel y frustrante, donde imperan el egoísmo y la hipocresía y donde la codicia y el materialismo sofocan los sentimientos altruistas y la pureza de las gentes… Pero aunque los individuos particulares de Manhattan Transfer sean demasiado desvaídos y raídos para perdurar en la memoria, el gran personaje colectivo, en cambio, la ciudad de Nueva York, queda admirablemente retratada a través de viñetas y secuencias cinematográficas de la novela”. Fin de la cita.

Como observamos, una ciudad por sus características distintivas, es capaz de sustituir a los personajes de carne y hueso y convertirse en la quintaesencia de una obra literaria. Antes, ya los formalistas rusos habían descubierto que los escenarios bien pueden ser los personajes de una obra.

Santo Domingo es una ciudad que a veces está triste. Otras veces la alegría desborda sus propios límites. Es un campo de guerra en el que muchos pugnan por seguir engrosando sus grandes fortunas y otros por sobrevivir a todas costas. Es un guerrero que se torna cada día en desalmado depredador. Santo Domingo es un conglomerado que a medida que crece se deshumaniza; se transforma en un pequeño monstruo capaz de engullir a cualquier moro o cristiano que pase por el frente de sus fauces. Nuestra ciudad es un gran tumulto salpicado por matices multicolores, en donde cohabitan en concubinato el progreso en su más alta expresión y el atraso más desgarrador. Si me pidieran la definición exacta de ésta, diría que es una dama vestida con traje de Cristian Dior, calzada con una guaimama. Por todas sus venturas y herejías, por sus millones de facetas, por su colorido y absurdidades, quinientos años después de su fundación, Santo Domingo es todo un personaje.

No hay comentarios: