miércoles, 15 de agosto de 2007

Libre albedrío

“Eres privilegiado, Juan, vas a morir de la forma que elegiste, el día que elegiste y en el lugar que elegiste”.
Iba a morir varias horas después y lo sabía. Ya no tenía ninguna otra tarea por delante que no fuera suici­darse, por lo que se sintió aliviado. Al despertar estuvo unos minutos aspirando de sus sábanas el inconfundible olor de la muerte, de su muerte.

Se incorporó con lentitud y estuvo dando vueltas por la habitación, la misma que había tomado en alquiler cuando decidió salir de la sombra de su madre, que lo trataba como si fuera una criatura. La noche anterior había dormido con la misma profundidad con que lo hacen las cosas inertes. Paseó su mirada por todo el derredor con desgana, siendo esta vacía, vaga y perdida, como si no pre­tendiera mirar a ningún lugar u objeto específicos.

Se asomó a la ventana, como era su costumbre, para ver nacer el día. Era uno de esos tantos días grises del otoño, un día con el mismo color plomizo del alma de Juan. Una necia llovizna caía con la misma displicencia con que el tiempo corroe la exis­tencia de los hombres; una llovizna fría que, sin embargo, resultaba ardiente si se comparaba con la temperatura de su alma. La tranquilidad de cosa muerta del amanecer empezó a disiparse con los peculiares ruidos y estertores de la ciudad cuando se levanta. Entonces Juan se palmoteó la frente, lanzó dos puñetazos al aire y dijo: “Va­mos, Juan, vamos, Juan, que ha llegado el día”.

El hecho de que se fuera a suicidar varias horas después, inexorablemente, no fue óbice para que ejecuta­ra la ceremonia, el rito atávico que constituía para él preparar el café al despuntar el alba. Conectó la estufa eléctrica, llenó de agua el depósito de la greca, le agregó tres cucharadas de café, una pizca de nuez moscada (a pesar de la mala fama que tiene esta especia), y al rato sorbía un líquido humeante y aromoso.
Al terminar de saborear el café se miró al espejo, hizo algunos mohines, como si ensayara para actuar en una obra de teatro, se acarició la barba incipiente y decidió rasurarse. Entró al baño. En unos minutos salió de allí, con la piel suave, rasurada al ras, limpio, perfumado.

Envaselinó su pelo lacio, lo peinó, partiéndolo al lado, a la antigua usanza. Se vistió tranquilamente para marcharse. Se suicidaría lanzándose del puente más alto de la ciudad. Desde allí se lanzaría hacia los brazos de una amante de asfalto que le esperaba con los brazos abiertos. Pero al salir, al abrir la puerta, unos inesperados estremecimientos le aturdieron; flaqueó y volvió sobre sus pasos. Se sentó al borde de la cama, bajó la cabeza y dos goterones rodaron veloces por sus facciones aindiadas “¿Qué pasa, Juan, qué pasa? Para morir no hay que ponerse triste. Recuerda que la vida es un chiste, un chiste cruel para la mayoría y muy gra­cioso para unos pocos. ¡Vamos, Juan! ¿Dónde está tu templanza? ¿Qué ha sido de ella? ¡Alégrate, Juan! Siem­pre dijiste que querías morir por tu libre albedrío, que morirías el día que tú decidieras, a la hora que deci­dieras, de la forma que decidieras y en el lugar que tú decidieras; ¡Vamos, Juan, vamos, Juan! Recuerda que estabas harto de consignar que te impusieron el nacer, pero nadie te impondría el morir”.

“¡Vamos, Juan! Recuerda tus teorías sobre la vida, las punzadas que recibes cuando ves a tantos seres desgra­ciados arrastrando como bueyes la carreta en donde llevan su existencia. ¡Vamos, Juan! Plantéate ahora mismo tu teoría de que, si existiera un mecanismo mediante el cual cada quien tuviera la oportunidad de elegir si quiere o no nacer, la tierra se quedaría despoblada en poco tiempo”.

“¡Vamos, Juan! ¿No has pedido constantemente res­puestas a tu existencia? ¿No has buscado incesantemen­te el leitmotiv de tu vida, sin encontrarlo?”

Atascado en el corazón de sus angustias, abrió los archivos de la memoria. Gesticuló con sorna al recordar los tantos intentos fallidos, las tantas búsquedas. Incesantes búsquedas.
Rememoró, no sin frustración, la vez que tuvo un entu­siasmo inusual y desbordante hacia la pintura. Pasaba horas encerrado, haciendo las más inverosímiles mezclas de colores, creando los más extraños tonos y mati­ces. Por aquellos días intentaba pintar el alma humana, para arrancarle de golpe sus arcanos. Plasmó así sobre el lienzo los más obscuros parajes del espíritu y los más exóticos paisajes de ignotos territorios. Pero en poco tiem­po vino el desencanto, la perenne insatisfacción que acom­pañaba su deambular por el mundo.

Al abandonar el pincel se transformó en play boy, una suerte de don Juan moderno. Conseguía de su madre más que lo suficiente para vestir como todo un petimetre. Su mirar, con ese leve dejo de nostalgia, su juventud, su porte elegante y sus excentricidades -cosa que fascina y subyuga a las mujeres- le depararon innúmeras con­quistas. Bebió de muchos alientos; amasó senos fláccidos y erectos, color ocre y color rosa; anduvo con vírgenes y prostitutas. Sedujo a encopetadas señoras, aburridas y en soledad, y pernoctó en sus lechos de terciopelo. Propició la disolución de uniones que prometieron ser eternas; degusto los mejores vinos franceses, italianos, españoles y chilenos, porque el vino y los habanos le daban un maldito toque de distin­ción, según creía. Hizo de la licencia y el sibaritismo un estilo de vida propio. Eso fue durante cierto tiempo.

Más oscura que todas las noches juntas, desde la creación del universo, fue la oscuridad que arropo el no menos oscuro corazón de Juan. Más inconmensurable que todos los mares y océanos fundidos fue el vacío, la sima que se anidó en todo su ser. Pero le quedaba una última esperanza: Dios.
Una tarde abrió los brazos y ele­vó sus ojos hasta el cielo, lo invocó con desesperada ve­hemencia y pidió conmiseración. A partir de aquel inesperado ataque místico hizo los más variados actos votivos.
Pero le exigió a Dios una pequeñita, exigua muestra de su existencia. Y en espera del toque de su corazón, inició el toque de los ajenos.

Para un novicio en las lides espirituales nada iguala al Apocalipsis. “Estas palabras son fieles y verdaderas y el Señor, el Dios de los espíritus de los profetas, ha enviado su Ángel, para mostrar a sus siervos las cosas que deben suceder pronto. ¡He aquí que vengo pronto! Bien­aventurado el que guarda las palabras de la profecía de este libro”.
Predicó las bondades del reino que se acerca­ba con desenfreno; se convirtió en profeta furibundo, en exégeta insuperable de las Sagradas Escrituras. “Es, pues, la fe, la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve. Por la fe entendemos el haber sido consti­tuido el Universo por la palabra de Dios, de modo que lo que se ve fue hecho de lo que no se veía”. “Queridos hermanos en el Señor, esto es palabra de Dios, arrepen­tíos, que el final está cerca”.
Y Juan tenía la fe de que su milagro sería hasta que Dios dispusiera su final. Creía ser, definitivamente, un hombre nuevo.

Honrando su nombre de buen cristiano, las visitas a manicomios, cárceles y hospitales, para llevar mensajes de aliento y esperanza a tantos desesperanzados, le fueron haciendo jirones el alma, clavándole a cada instante una sutil bayoneta, y estos desconsoladores contactos, a la postre, dieron al traste con su apócrifa fe, que se frag­mentó en mil astillas. A partir de entonces soltó contra Dios las más blasfemas acepciones; de sus labios brota­ron retahílas de imprecaciones y anatemas. Lo desafió, lo acusó de ser un farsante. Un día tomó la Biblia y la incineró y esparció al viento las cenizas de la palabra de Dios. Eso había sucedido apenas ayer.

Volvió a mirarse al espejo. Tuvo la íntima convic­ción de que moriría dentro de poco tiempo: en su cara vio refle­jada la palidez que solo la inminencia de la muerte confiere a los rostros. Golpeó su pecho con forta­leza, se crisparon sus manos y fluyeron ante sus ojos, como si los observara por una pantalla, los seres que más desazón, asco y horror le producían: los pordioseros, los mutilados, los tantos garabatos que se empecinaban en seguir viviendo, no importando sus tragedias, no im­portando sus miserias. Y él no podía compartir el mismo espacio, el mismo escenario con tantas lacras, con tantos seres execrables. Y de aquellas escenas sacó la suficiente fuerza para salir a la calle y llegar al lugar donde le esperaba el trampolín, la única y verdadera respuesta a su vida.

“Eres privilegiado, Juan, vas a morir de la forma que elegiste, el día que elegiste y en el lugar que elegiste”.
Abrió la puerta para dirigirse al puente del cual se iba a lanzar al abismo. Salió con la bizarría del que a nada teme, con su pecho rebosante de poder, pletórico de violencia. Pero al ir a cruzar la calle no escuchó el bocinazo del auto que lo destrozó.

Quedó tendido en el pavimento, con un severo ric­tus de disgusto.

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