sábado, 15 de noviembre de 2008

De la gallera al Eugenio María de Hostos

De la gallera al Eugenio María de Hostos
Luis R. Santos

Si alguien me pidiese que dijera algunas de las características que son inseparables del dominicano, me atrevería a responder lo siguiente: el dominicano es laborioso, bochinchero, creativo y creyente. Es amante de la pelota, el dominó, los gallos, la cerveza, el ron, el sancocho y durante un tiempo deliró por la lucha libre. También, el dominicano es sumamente supersticioso: cree en brujería, mal de ojo, ensalmos, galipotes, bacás, guanguás y otros tantos maleficios. Y sabe más de política que el resto del mundo, pero al mismo tiempo tiene sangre de esquimal, lleva en sus venas agua a punto de congelarse. No hay que ser demasiado brillante para entender las razones de esta aseveración.
Y dentro de todas las cosas que nos gustan y caracterizan, voy a pedir permiso para referirme a dos renglones, que tienen que ver con la forma en que hemos procurado divertirnos a través de nuestra historia republicana. Estos renglones son los gallos y la lucha libre. Y empiezo señalando la importancia que ha tenido la lidia de gallos en nuestra cultura. Los políticos, desde el siglo diecinueve, los han utilizado como sus símbolos y en el siglo veinte, el famoso gallo colorao de Balaguer hizo estragos.
Quizás los dominicanos menores de treinta años e incluso quienes rondan los cuarenta desconozcan que sus tíos, padres, abuelos y padrinos, fueron en algún momento amantes de este deporte, considerado junto a los toros como un deporte salvaje.
Particularmente, recuerdo que cuando era un adolescente, en el campo en que crecí, en esa imprecisa frontera entre La Vega, Santiago y Moca, todos los fines de semana se formaba un tumulto alrededor de un cerco para presenciar el tope y las peleas de gallos. Allí se reunían niños, jóvenes y adultos y era escaso ver a una mujer entre la muchedumbre que enardecida gritaba al compás de los palos y los espuelazos que se propinaban las fieras aves.
Los gallos son nombrados de acuerdo al color de su plumaje: el indio, el canelo, el cenizo, el jabao, el pinto, el blanco, el giro. Usualmente, el peso de los gallos de pelea oscila entre dos libras y media hasta cuatro libras; pero los pesos más comunes son los de tres libras y pico.
Recuerdo todo el proceso que conlleva el tener un gallo listo para una pelea. Empieza con el corte de la cresta y con la pelada. Es común que se les cortan las plumas de los muslos, del espinazo y el cuello.
Al paso de los días se empieza el entrenamiento. Los gallos tienen un período de preparación semejante al de un boxeador antes de subir al ring. Se les da los famosos traqueos, que no son más que ejercicios para fortalecer sus músculos y su sistema respiratorio. Algunos gallos tienen la tendencia a correr, a pelear al estilo Mohamé Alí, y si el contrario está fuera de forma, termina desinflado, sin energía.
La alimentación de los futuros gladiadores también juega un rol de primer orden; suelen, además de maíz, alimentarse con plátano maduro, yemas de huevo, y algún suplemento vitamínico. Al paso de los días y por los constantes masajes que se les da, los gallos adquieren una recia consistencia en sus músculos y su piel se torna de un rojo intenso. Se les rocía con tabaco masticado y con ron. Y luego, a la gallera.

La honorabilidad en el juego de gallos siempre es norma. Por ello, el juez de valla es un hombre tenido como muy serio e incapaz de tomar una decisión amañada. Porque en los gallos suelen hacer trampas de todo tipo. Se arreglan peleas: esto es, poner a pelear a un gallo moquilloso con una tranca; untar de alguna sustancia venenosa las espuelas, e incluso armar mal al gallo.


Jugar un ratón
En el mundo de los gallos la palabra tiene gran importancia. Casi todas las apuestas se hacen de manera verbal y es raro que alguien niegue una apuesta después de haberla hecho; pero, como todo en la vida, hay gente que las juega sin tener un clavao en los bolsillos. Se sabe que quien apuesta a un gallo tiene un cincuenta por ciento a favor y otro tanto en contra, y como la jugada se hace de boca, algunos individuos corren el albur, a ver si pegan. A algunos les sale bien pero a otros muy mal. Y cuando alguien pierde una apuesta y no la quiere pagar a eso se le llama Jugar un Ratón.
Es difícil rastrear el origen de este término, pero lo cierto es que en los tiempos en que yo solía asistir a la gallera, cuando alguien jugaba un ratón era sacado a empellones de la gallera y conducido al cuartel de la policía más cercano. A otros con peor suerte les tiraban las tripas al aire o al suelo los sesos. Y era norma que quien jugaba un ratón jamás podía entrar a esa gallera o ninguna otra, se convertía en un paria.

Si te matan el gallo, lo traes para hacer un guiso
Hemos dicho que los dominicanos somos supersticiosos. Y los galleros creen más que nadie en cábalas. Allá en mi campo sucedió un caso que nunca se ha borrado de la mente de la comunidad. Un día, Pedro, un gallero humilde, llevaba su gallo canelo para echarlo; iba muy confiado en sus habilidades para la batalla; y cuando va a salir, su mujer profiere las desgraciadas palabras: si te lo matan, tráelo para guisarlo. Pedro no dijo nada. Siguió su camino. Llegó a la gallera, pesó su gallo canelo, lo casó y lo echó a pelear. Nada más soltar los gallos, el canelo de Pedro cayó pataleando. Un solo espuelazo.
La mujer de Pedro correría la misma suerte del canelo, por haber dicho aquellas palabras, impronunciables.

La incidencia de los gallos en nuestra cultura es tan marcada que el habla popular está salpicada de términos procedentes de ese submundo: le mataron el gallo en la funda; le dio un golpe de bolsón; se cayó una viga; dio un palo de gallera; es una mona de traquear; eso es alboroto de alas. Sin embargo, y esto es algo que quiero resaltar, ya el deporte de los gallos ha dejado de interesarle a las presentes generaciones y se ha convertido en un espacio para iniciados y especialistas, y al pasar de los días son menos los interesados en él; y ha devenido en una práctica confinada a ciertos guetos, principalmente en zonas rurales y clubes en algunas ciudades.

El campeón de la bolita del mundo

El caso de la lucha libre es más dramático. De ser la dueña y señora de la atención de los dominicanos, incluso llegó a despertar mayores niveles de simpatía que el béisbol, hoy ha desaparecido por completo. A finales de la década de los sesenta, y atravesando toda la década de los setenta y ochenta, la lucha libre y Jack Veneno llenaron de furor el corazón de varias generaciones. Las carteleras en el Eugenio María de Hostos y en el anfi estudio de Color Visión eran a casa llena, y por entonces había una pléyade de villanos que se atrevían a causarle daño al campeón de la bolita del mundo, quien era, además, un protegido de la virgencita de la Altagracia. Jack Veneno, un mito que ha sido poco explotado en nuestra literatura, hacía suspirar a millares de damas, que sufrían cuando lo veían desfallecer, con su frente sangrante, y llegó a romper tantos corazones como hoy lo hace un George Cloney o un Tom Cruse.
Pero la lucha libre ha muerto. Ya no hay más Vampiros Caos, Muertes Primera ni Relámpagos Hernández, ni Broncos. Las honras fúnebres de este entretenimiento hace rato que terminaron.
Los cadáveres de todos aquellos actores deportistas pasaron por enfrente de nuestros rostros y no nos dimos cuenta de que desaparecían para siempre. Y es que hay cosas imposibles de resucitar. A los luchadores los mató el Nintendo, la televisión por cable y otros tantos medios de entretención modernos.
De la lucha libres nos quedan Forty Malt, un brazo de poder en cada cucharada; el salami Induveca de Don Pedro A. Rivera; el extracto de Malta Lowembrau, toda la fuerza y el poder, y uno de los personajes más relevantes dentro de la memoria colectiva dominicana, Jack Veneno, que sigue por ahí haciendo voltear miradas y provocando comentarios. Tal vez a la espera de que algún cineasta dominicano entienda la dimensión de este personaje y le haga una buena película, como una de esas tantas que se han hecho sobre otro de los grandes, El Santo, ese gran ícono mexicano.

El violín de la adúltera, una novela acerca de la felicidad

El violín de la adúltera: una novela acerca de la felicidad
Por Luis R. Santos


Un novelista nunca ha sido dueño de la obra que ha puesto en las manos de los otros, los lectores; por ello, cada lector descubre lo que le interesa descubrir en cada texto; cada lector se convierte en hermeneuta, en protagonista de múltiples hallazgos cuando se da a la tarea de leer una novela.
Cuando me sumergí en las páginas de la novela El violín de la adúltera, de Andrés L. Mateo, publicada por el Grupo Editorial Norma, me asaltaron varias convicciones: El violín de la adúltera, para mi complacencia, es una excelente novela acerca de la felicidad, palabra que pulula a lo largo del texto; y es también una novela Onettiana en el mejor sentido del término; lo es por su tono confesional, susurrante, reflexivo, introspectivo; por la hondura sicológica del personaje central.

El licenciado Nestor Luciano Morera, personaje central de la novela, el narrador, es un hombre simple.-Entre los hombres y mujeres de esta isla, creo ser el más rutinario, el menos espectacular; página 139-. Es un pasajero de segunda categoría en la barca de la felicidad. Lo imaginamos tumbado en la proa, la brisa salobre del mar humedeciendo su anatomía, con unas gafas Ray Ban protegiendo sus ojos del fuego del sol tropical. Sobre su cabeza, un limpísimo cielo azul y bandadas de gaviotas ansiosas; a lo lejos se escucha la Música de las Aguas, la composición que Haendel escribiera para reconciliarse con un rey al que había defraudado y que se estrenó en el océano. El licenciado Morera lleva la cabeza recostada en un mullido edredón con forro de terciopelo; a su lado en el mar delfines y peces voladores hacen acrobacias para hacer que su felicidad sea más ancha. Y por supuesto que en esa barca va Maribel Cicilio, con la melena batida por un vientecillo cálido, con una sonrisa beatífica esculpida para su marido, que la observa arrobado. Maribel también lleva consigo el violín, que de repente se transforma en la guadaña con que se pretende segar el vergel de la dicha de su esposo.
Así va Nestor Luciano Morera transitando por la mar de la dicha. Pero, de repente, el cielo empieza a ennegrecerse; truenos y rayos ensordecedores y estremecientes se abalanzan sobre la barca de la felicidad, que se tambalea. Estos presagios de tormenta inminente tienen forma de anónimos.
De repente el licenciado Morera tiene que atracar la barca de la felicidad para que esta no zozobre; ancla en el puerto del pasado y allí busca las más poderosas amarras para que la tempestad no la hunda.
A partir de aquellos estremecimientos, la vida tranquila, la paz en que vegeta se ve perturbada por la sevicia de unos anónimos que le alertan de la supuesta infidelidad de Maribel Cicilio, la mujer que ama, la mujer que lo hizo subirse a la barca de la felicidad.
Pero Morera, a pesar de que se confiesa un cobarde, lucha con la astucia que solo la felicidad puesta en peligro les da a los hombres. Sufre en silencio, en principio odia al médium, Elso, que se encarga de la ingrata tarea de dejar sobre su escritorio los sobres azules en donde vienen comprimidos los vientos que azotan la barca de su felicidad.

El mundo en que interactúa el licenciado Morera es pequeño; los seres humanos con los que se relaciona son esencialmente tristes, infelices: Elso, un homosexual desdichado que en aquella época debía sentirse como un miembro de la CIA infiltrado en un campamento de Al Qaeda; el doctor Santamaría, un sujeto sin dignidad, continuamente ultrajado por su jefe, un miembro la familia Trujillo, y por una esposa de la cual termina vengándose. Él sin embargo se las arregla para no dejarse contagiar. Al contrario, su bouyerismo inocente le da un motivo para la fantasía: vive imaginando que los senos de su compañera de oficina, Ligia Monsanto, son un paraíso rosado en donde alguna vez podría acampar. Además, vive las glorias ajenas, se emociona al recuerdo del contacto con un conjunto de famosos artistas que tuvo la ocasión de conocer en la Voz Dominicana, donde funge de contador.
El contacto con el poeta Héctor J. Díaz no hace más que afirmar en él, casi de manera inconciente, la necesidad de aferrarse a esa felicidad que le daba esa existencia mediocre, sin demasiadas pretensiones, en la que su mujer era protagonista. Después de un paseo con ella, Morera escribe, página 163: “Porque, como decían los griegos, lo que existe es la felicidad del instante. La cara de ella es de felicidad, su mano en mi mano no tiene remilgos y ninguna duda me podría dominar. ¡La verdadera felicidad es este instante!” Maribel es tan imprescindible en su vida que él nunca llega a referirle el asunto de los anónimos. Aquí denota la inteligencia emocional que acompaña a los seres felices. (Hacerse el pendejo)
Otro de los rasgos que caracterizan a El violín de la adúltera es que esta es una novela en donde el estilo se impone a la trama; el lenguaje supera con creces a la anécdota. Una novela no es más que una historia bien contada, aunque haya teóricos que le atribuyan otros papeles, otras pretensiones; y la novela de Andrés L. Mateo es una historia exquisitamente escrita; además de que logra aceptables niveles de suspenso que mantienen en alto el interés del lector. El lenguaje aquí es una fiesta colorida, un ovillo de imágenes que el escritor –narrador va desatando mientras deja claro, con elegancia, sonoridad y extraordinario ritmo, su necesidad de ser feliz por encima de todo; por eso es que afirmamos que El violín de la adúltera es una novela acerca de la felicidad; porque es la historia de un hombre común que no está dispuesto a dejarse robar lo poco que tiene y que al mismo tiempo, eso poco que posee, lo hace que sea él; no permite que nadie lo saque de ese tibio útero que es su mundo, articulado a partir de Maribel Cicilio, de su puesto de burócrata en una oficina pública, de sus fantasías de un paraíso rosado en los pechos de Ligia Monsanto, de su compasión por los desgraciados que comparten su vida en la oficina.
El violín de la adúltera es una novela acerca de la felicidad porque su protagonista, al final, decide deshacerse de los dos elementos que mancillan su cielo límpido: el violín que obligaba a su mujer a salir todas las tardes, y los anónimos que eran una filosa daga con la que pretendían castrar su dicha.