miércoles, 15 de agosto de 2007

Boca Chica-Paseo literario

Paseo literario
Te invito a Boca Chica
Un domingo en Boca Chica es un poema de versos irrecitables; es una novela amorosa, culinaria y de proxenetismo

Aunque está fuera del área urbana de la ciudad de Santo Domingo, e incluso ya es un municipio de la provincia Santo Domingo, Boca Chica es uno de los lugares más literarios de Santo Domingo. Un pueblo forja su cultura a fuerza de tradiciones y éstas forman parte esencial en las letras de una sociedad determinada. Boca Chica es parte vital en la historia familiar y personal de la inmensa mayoría de los habitantes de la ciudad. Quien no haya organizado o participado en un pasadía de espaguetis con pan junto a sus amigos y familiares no podrá decir que es un auténtico capitaleño.

La abigarrada concurrencia que consuetudinariamente asalta este balneario conforma un verdadero arcoíris. Un domingo en Boca Chica es un poema de versos inrrecitables; es una novela amorosa, culinaria y de proxenetismo. Allí, las blancas airean sus cuerpos en busca del bronceado que tanto las deslumbra; las negras lugareñas mercadean su carne por unos pesos, convirtiéndose en exquisito bocado para aventureros norteamericanos, europeos y canadienses. Los saltinbanquis alquilan su cuerpo y su kilométrico falo a ninfómanas desahuciadas que, atraídas por la promoción que vende a nuestro país como zona franca del sexo, o como la Sodoma del Caribe, se trasladan desde ignotos territorios para ver satisfechos sus imposibles deseos. Muchos de estos gigolós bocachiquenses terminan siendo señorotes con pasaporte azul y de la comunidad europea. Los pederastas también viven en el lugar historias de amor con las que jamás soñaron. Placer es el primer rubro en la producción de Boca Chica. También de exportación.

En un lugar llamado La Matica, años hace, muchas doncellas perdieron su capital y otras tantas jugaron el juego del amor a escondidas de sus maridos. La Matica es un lugar que evoca los buenos años perdidos de una buena parte de los habitantes de la ciudad.

Bajo el influjo de los reverberantes domingos de Boca Chica, las clases sociales se anulaban. En el lugar, los descamisados de Los Mina, Guachupita, Gualey y Los Alcarrizos se codeaban sin resquemores, compartíann el mismo espacio con las clases altas y medias de la sociedad capitalina. Esto ha quedado en el pasado, hoy cada clase social tiene su playa, su resort y sus costumbres culinarias.
Al final de la jornada en Boca Chica es obligatorio hacer una pausa en una de las fritangas ubicadas en las afueras de la playa. Un pescado frito con yaniqueque cierra untuosamente la tarde.

Vamos a Condear
El Conde es la calle más famosa y pintoresca de la ciudad

Si el malecón y el mar Caribe pueden considerarse como la savia de un personaje llamado Santo Domingo, y la Duarte con París es el cerebro trastornado del mismo personaje, y Boca Chica es su libido desvergonzada, la calle El Conde y la zona colonial vendrían a ser su corazón romántico y nostálgico. El Conde es la calle más famosa y pintoresca de la ciudad. Sin embargo, la otrora vitrina de la ciudad ha sido desplazada de forma violenta por las plazas. Y nunca una terminología ha sido tan precisa como desplazar, para explicar este fenómeno postmodernista. Las clases altas y medias que antes ejercitaban este fenómeno consumista en esa vía han emigrado casi por entero hacia Plaza Central, Unicentro Plaza, Diamond plaza, Multicentro Churchill, Bella Vista Mall, etc. De ahora en adelante no se podrá hablar de “condear” sino de “placear”. El fenómeno de los shopping centers, importado from USA, ha provocado un febricitante frenesí –aquí es válida la aliteración- en nuestro Santo Domingo. El Conde, aunque sigue siendo un almácigo trascendente para los creadores, se ha dejado robar la supremacía de las tantas plazas que como plaga se multiplican por doquier.
Esta calle ha sido escenario en el cual muchos poetas se han situado para cantar sus amores, desamores, revoluciones y otras utopías. Por su espacio circulan las ráfagas heladas del viento frío de René del Risco. Las cenizas de Pedro Vergés todavía están esparcidas sobre sus vetustos adoquines. Las excentricidades de Pedro Peix en su fantasma de la calle El Conde atestiguan el protagonismo de esta arteria en el sistema circulatorio de un ente llamado Santo Domingo.
Recorrer El Conde a pie es un lujo. Sus tardes están llenas de poetas, políticos, mendigantes, aventureros y buscavidas y muchachas con el ombligo al aire. Y al término del recorrido, nos adentramos en el corazón de la zona colonial. En estos espacios la historia no se recuerda, se respira. La zona colonial es una joven dama que ha hecho un pacto con el diablo para no perecer. Su encanto seduce. La cafetera El Conde, sin necesidad de rebuscar, es un lugar privilegiado, pues en sus sillas han puesto sus asentaderas las más egregias personalidades del mundo literario, intelectual y artístico y también los más excelsos pedigüeños del mundillo. Un mozo de apellido Abréu, con más de treinta años en el lugar, ha sido utilizado como protagonista en cuentos y obras pictóricas. Frente a la cafetera, el parque que honra la controversial memoria del almirante Colón, con sus umbríos y espectaculares árboles, es un punto que provoca un auténtico deleite en las almas de los amantes de las cosas sublimes.
Dentro de esta zona, la Plaza España y su entorno merecen una meticulosa observación. Desde las viejas murallas levantadas para proteger la ciudad es preciso observar el panorama nocturno que se muestra ante nuestros ojos. Desde allí, ver la luna salir por encima del antiguo Molinos Dominicanos es uno de los espectáculos más lujuriosos y sobrecogedores que vistas humanas puedan observar. Desde el mismo rincón, en medio de la oscuridad de una noche cualquiera, nos deslumbran los blanquecinos rayos del Faro a Colón, que, como una brillante ironía, baña las penumbras de Santo Domingo. Antes de partir de la Plaza España es de rigor romper la telaraña de los años y penetrar en las estancias del Alcázar de Colón. Sin mucho esfuerzo, percibiremos la avasallante presencia de los conquistadores imponiendo sus designios a fuerza de espada; de igual forma, tropezaremos con las almas errabundas de los indios, que esperan que alguien, no importa el tiempo que transcurra, los reivindique. En los bares al aire libre de la calle La Atarazana, los incansables miembros de la bohemia duermen sus insomnios y los españoles hacen que unas mulatas dominicanas zapateen sobre sus sueños de bailarinas de gran cabaret. En el mismo lugar, los españoles comen jamones y otras tapas, beben vino y se hacen creer a sí mismos que están en la Madre Patria. Turistas de todo el mundo saborean allí el pasado.

Luis R. Santos

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